Nos quitan la ciudad. Nos quitan Zaragoza. Nos quitan Averly. Tres frases ciertas y que se hacen más ciertas cuanto más miramos hacia atrás en el tiempo, en la memoria de una urbe arrasada. Siempre nos dicen “los franceses arrasaron Zaragoza en los Sitios”, y quienes lo dicen, quienes pensaron y enunciaron esa mentira se sonríen, y ocultan esa sonrisa, mientras recuerdan, ellos sí, que fue la piqueta y no el cañón la que arrasó nuestra ciudad, y que treinta y seis años (o treinta y cinco, o treinta y dos: ¿cuándo dicen que nos dieron la democracia?) de constitución, libertades y participación no han cambiado un ápice esa realidad por la que se nos arrebatan nuestras calles, nuestros monumentos, nuestros edificios, pero también nuestras vidas y nuestros trabajos, nuestras culturas y nuestras memorias; no ha cambiado el expolio, antes bien se ha agravado.
¿Recordamos aquel edificio, aquel “último hotel de la plaza Aragón”?(1) ¿No recordamos cómo su silueta -nuestra silueta- fue difuminándose primero bajo la piqueta, luego en nuestros recuerdos, sólo para construir otro innecesario bloque de pisos y oficinas? Puestos a recordar restos del naufragio, siempre veo entre nieblas esa silueta de barco de vapor de los Cines Goya, en la calle San Miguel , que dejaron de ser cines para degradarse a apartamentos, oficinas y otras modalidades de cárcel de pladur. Recuerdo perder primero el Bodegoya, y sus vitrinas a manos de un Pans & Company. Recuerdo como se desvanecía el gran teatro Goya para convertirse en multicines, y más tarde nada. Recuerdo haber echado la persiana por última vez. Y los trabajadores perdidos. Y los espectadores huérfanos. Y Zaragoza acosada, colonizada, compartimentada, cada día menos ella y más suya.
También: yo estudié al lado de Ranillas, paseé por aquellas huertas que según el Heraldo no existían. Ví y escuché: las máquinas desbrozando, los volquetes llenando de grava el río, las hormigoneras ocultando la tierra, Chunta echando a Chobenalla, el Ayuntamiento pidiendo multas millonarias a quien se manifestaba contra la Expo. Intuí: las constructoras sobornando, las constructoras enriqueciéndose; los políticos siendo sobornados, los políticos enriqueciéndose. Me contaron: los pisos aumentando de precio, la gente perdiendo el trabajo, la gente perdiendo sus casas por no poder pagar hipotecas por precios que nunca hubieran existido sin la Expo. Agua y Futuro, pasado, agua pasada que ya no mueve molino, olas fluviales sobre los restos del naufragio.
Otro golpe, de mar, de río: Renoir, o cómo perder la seguridad de un refugio, éste para la cultura. Un gran hombre del cine -según sus estómagos agradecidos-, González Macho, cerrando las puertas del refugio. Pero al contrario de lo que uno podría esperar, el refugio se cierra sin trabajadores, películas, proyectores y butacas dentro. Se queda vacío. Los Renoir cierran y las espectadoras nos quedamos fuera, con las trabajadoras y sin las películas, sin un sitio donde ver otro cine. Y mientras, la empresa propietaria del edificio desmantela el espacio del cine, un espacio imposible de alquilar en un centro comercial que languidece. Y a nadie se le ocurre pensar que lo que el bien común exigiría, lo que quieren espectadoras, trabajadoras y películas -recuperar los Renoir-, es impedido por la lógica del mercado, la cual viene a decir: mejor vacío y sin uso que alquilado en beneficio de la cultura por cuatro duros. El capitalismo haciendo valer la máxima de que ni muerto ni sencillo.
Y ya luego, llegó Averly; o mejor: Averly se fue. Siguiendo estelas, o huellas, dejadas en la estepa camino a la periferia industrial -como es lógico, vaciénse de fábricas las ciudades y queden los centros comerciales, y las circunvalaciones para llegar a otros centros comerciales y a fábricas y almacenes y otros centros de tortura y trabajo situados al menos a diez kilómetros de casa-, dejando los restos del naufragio varados en mitad de la playa de vías de El Portillo (otra playa sepultada bajo cemento, envidia de Levante supondremos). Averly es el esqueleto de un dragón varado en un mundo racional, y Brial reflexiona cómo y dónde colocar su cabeza como trofeo, mientras Pérez Anadón la aguanta y mueve por la pared con postura estoica de quien se sabe siervo, el primero de los siervos, el más honrado y favorecido por el amo, sus caricias y sus dádivas. Nos imponen su decisión. Mientras, otros -Cha, IU- rezongan por lo bajo sobre si el resto del esqueleto debería exponerse para escarnio público del viejo dragón Averly. Nos imponen su no decidir.
No entienden, no comprenden nada. Averly, como buen dragón, puede volver a rugir, a escupir fuego, a ser invulnerable. Como buen resto del naufragio, es la materia prima para nuestra supervivencia, Robinsones urbanas. Como buen campo de batalla, es el sitio donde resistimos, creamos y avanzamos. Como buen patrimonio, no es patrimonio: es nuestra casa y nuestra ciudad, y como venganza de tanto sueño, trabajo y recuerdo arrasado, la reclamamos desde ahora y en adelante para todas.
(1) Hernández Martínez, A, et. al. “El último hotel de la Plaza de Aragón”, Artigrama, nº11, 1994-95. Gracias a Chabi por la referencia.
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